domingo, 9 de septiembre de 2012


Si lo hubiera sabido antes, probablemente todo el espectáculo del pasillo se hubiera podido evitar. Pero creo que era una cuestión de tiempo...
Las feligresas me obligaron a madrugar. Aporrearon la puerta y no se detuvieron hasta que les abrí. Sabía que en algún momento iban a venir, pero no sabía que las iba a recibir tan temprano. Era la abuela Vargas y la madre de Sofía, que la reclamaban para ir a la iglesia.
Hasta hoy, no me había dado cuenta de que nunca había intercambiado una palabra con la madre de Sofía, inclusive, fue la primera vez que la veía de cerca. 
Las dos estaban vestidas de un luto dominguero: polleras negras y camisas grises. Indudablemente eran madre e hija. Me llamó la atención la anchura de sus frentes, despejadas y blancas; ambas tenían la misma superficie que la de un pizarrón de pared. También llevaban un peinado idéntico: los pelos estaban estirados y mojados hacia atrás, atados con un rodete estricto, casi militar, acentuándoles las caras cuadradas. Una era el retrato vivo de la otra, lo único que las diferenciaba era el paso del tiempo en la piel y en el color del pelo. Me alegré de que Sofía no se les pareciera en nada. Ella, al contrario, tiene unas facciones suaves y angelicales.
La anciana Vargas estaba en segundo plano, solamente observaba a su hija interactuar; de vez en cuando, la veía acribillarme, por encima del hombro de su hija, con sus ojos felinos. La mamá de Sofía estaba pegada al marco de la puerta; me invadía. Tenía la sensación de que intentaba escabullirse dentro de mi casa. En la mano sostenía una percha de madera, y, en ella, se bamboleaba un vestido largo de color topo, con un moño negro en el pecho algo infantil; deduje inmediatamente que era de Sofía.
Me saludó con una sonrisa excesivamente cordial. Sabía que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano intentando esconder la rabia que sentía por la situación. 
Con un tono impostado me pidió que le devolviera la hija; iban a llegar tarde. La negativa hizo que el peinado se le atrofiara. Algunos pelos aislados se le irguieron. Amablemente le expliqué que no iba a permitir que trataran a Sofía como un paquete, también les comuniqué que nadie la retenía y que ella iba a volver cuando tuviera ganas; por último agregué que dormía y no tenía intenciones de despertarla. 
La mujer agitó el vestido embravecida, y lo alisó cuando se dio cuenta de que, mi cara marcada por las sábanas, no iba a tolerar su muestra de violencia matutina. Recobró la cordialidad e intentó convencerme con el ruego más inútil que pude escuchar en mi vida:
 - Vos no entendés. La tienen que purificar...
La palabra purificar me entró por un oído, bailó la conga dentro de mi cabeza, y salió disparado por el otro, junto con una avalancha de risas. La madre de Sofía retrocedió enfurecida y le cedió el lugar a la abuela.
La anciana tomó las riendas de la situación. Cuando abrió la boca noté que tenía los dientes filosos y amarillos, y que, de cerca, el color de sus ojos eran de un verde agua desgastado. Me miró en silencio con una sonrisa, y destapó un hilo de voz oscuro y críptico, con el que intentó intimidarme:   
 - Esta nena tiene pensamientos malos...
Traté de sonar lo menos irónica posible, pero de todas maneras se me escapó:
 -¿Por qué, señora?, ¿porque quiere salir como el resto de las chicas de su  
   edad?
La abuela se volvió a quedar en silencio. Parecía que algo la excedía, la horrorizaba.
El estornudo me hizo girar. No había visto que Maxi se había acercado, descalzo y sin remera, hasta nosotras, sonándose la nariz con una servilleta. Las dos lo miraron despectivamente. Inesperadamente habló:
 - Señora, acá nadie va a purificar a nadie. Y va a volver cuando se 
    dejen de joder con sus amenazas precámbricas. Sofía no tiene ningún
    problema. Ustedes como familia deberían apoyarla.
Las expresiones de la cara se les contrajeron, y vi como la abuela cerraba la boca, tragándose lo que estaba a punto de decir. Sospeché. La mirada de Maxi era firme. Hablaba enojado. Él sabía algo que yo no sabía. La madre de Sofía avanzó, hasta quedar frente a él:
 - Pasado mañana va a venir el padre y ya vamos a ver si...
Maxi la interrumpió, sin vueltas, les recordó que en primer lugar todo había empezado porque la habían echado al pasillo otra vez.  Antes de cerrarles la puerta, les dijo que si intentaban hacernos otro tipo de manifestación, él se iba encargar personalmente de difamarlos en todo el edificio, y que si eso no los espantaba, los iba a denunciar por maltrato de menores. La última imagen que tuvimos de ellas, fueron sus bocas entreabiertas.
Cuando me terminé de preparar el cortado, Maxi se había vuelto a acostar en el sillón. Estaba tapado hasta la altura de los ojos. Dejé la taza en el suelo y lo zamarreé con impaciencia. No estaba segura qué era lo que debía preguntar. Pero sí estaba segura de qué había pasado algo por alto. La pregunta nació sola:
 -¿Qué fue ese discurso?
Maxi se reclinó en el sillón. Echó una mirada rápida en dirección a su habitación, donde estaba durmiendo Sofía. Después de un suspiro interminable, me traspasó los ojos con una mirada confidencial. Su susurro llegó tan claro como todo lo demás:
 -Fer, Sofía es gay. Le gustan las chicas.