domingo, 12 de agosto de 2012


Sofía se hizo la enferma y faltó a la iglesia. No lo sabía pero es la soprano estrella del coro de los domingos, y hoy tenía que cantar para un centenar de cristianos sedientos de aleluyas. Me tocó la puerta alzando una bolsa de papel con media docena de facturas que habían sobrado en su casa, con los pelos castaños encerrados en una trenza larga y arrastrando unas chancletas rosas y blancas. Como yo estaba igual, me dio lo mismo. Juntas hacíamos un equipo perfecto. La invité a desayunar, le preparé una chocolatada y yo me serví un café con leche. Encerramos a Maxi en su habitación  para que se ensordeciera con sus propios ronquidos, y nos pusimos a ver la televisión en silencio. Intercambiamos muy pocas líneas. Las imágenes chatarras se entrelazaban una tras otra sin llamarnos verdaderamente la atención. En mi mente se desplegaba mi propia novela, y ella lo notó. Aunque no entendí porque se levantó de esa manera a lo último, resulta que Sofía es una excelente oyente. La escena había mutado repentinamente hacía una situación surreal: terminé ocupando el sillón con las piernas extendidas y los brazos cruzados sobre mi pecho. Y ella, sentada en la silla de la computadora escuchando las contradicciones que soltaba en voz alta. Le resumí mi relación con Martín. Le conté sobre Juan y los recuerdos que compartíamos. Le narré el encuentro casual del martes. Le leí el ping pong de mensajes de texto que nos habíamos enviado durante todos estos días. También le conté sobre la cancelación del viernes, y del mensaje que me envío hoy a la madrugada, en el que me pedía que nos encontráramos el próximo lunes. Todavía no le respondí. Sofía se sobresaltó cuando grité a viva voz que la solución más sensata que encontraba a este gran escollo era extirparlo de mi cerebro antes de que fuera tarde. Hacer de cuenta que había fabulado todo y olvidarme definitivamente de él; de su voz de bolero carrasposo, de su cuerpo salvaje y su presencia feroz. Pero era una tarea terrible. Me maldije a mi misma más de una vez. Y concluí con un mar de preguntas que antes, había pasado por alto: aunque estuviese mejor que hace unos meses, ¿cómo le iba a explicar que estaba turuleka?, ¿cómo pensaba decirle que solamente podía salir de mi casa por media hora? Y algo más patético: si acababa de terminar un matrimonio que contaba con media década de antigüedad, yo, una dependiente, ¿iba a seducirlo con semejante prontuario para que saliera conmigo?, ¿iba a arrastrarlo para que me escoltara a hacer los ejercicios?, ¿le iba a pedir que me comprara Titas en el chino más cercano?, ¿podía ser todo más deprimente?  
Aunque no llegué a ninguna solución consistente, y me enredé en un laberinto de dudas, me sentí aliviada. Sofía había dejado de opinar, y el silencio me estaba incomodando. Me pareció natural incorporarla nuevamente a la conversación preguntándole con un tono cómplice alguna experiencia personal suya:
 - ¿Nunca te sentiste así con un compañerito?
Como solamente escuchaba los ronquidos que traspasaban sin dificultades los materiales sólidos de la casa, me incorporé en el sillón, y la busqué con la mirada. Estaba roja de la vergüenza y se incrustaba nerviosamente las uñas en la rodillas. Se levantó, me dio un beso en la frente y salió arrastrando sus chancletas sin hacer ruido.