sábado, 30 de junio de 2012


    En este momento me gustaría ahuecarme la sien con un Tramontina, para luego poder triturar sistemáticamente con la ayuda de un Minipimer todas las imágenes que se empeñan en acosar, de a ratos, a mi pobre cabeza. Ayer pasé todo el mediodía hablando con Margarita (la señora de Misiones); realmente nos caímos bien. Demasiado bien; tanto que hasta me dejé entretener con los íntimos detalles de la vida de su vaca. También me facilitó unos consejos prácticos para obtener, en cualquier circunstancia, un ordeñe exitoso. Cuando estaba a punto de revelarme el famoso tip secreto para poder alcanzar el punto máximo de densidad, en el laborioso proceso de la manteca, caí en cuenta que eran las 16 hs y que había olvidado la sesión con Clara. Bajé maratónicamente los cinco pisos por la escalera. Toqué la puerta del consultorio y me abrió una señora bajita, rechoncha y cabezona; tenía un corte casquito aireado tras la nuca: era un Pinypon. Se presentó como Miriam, la asistente de Clara.  Me acompañó por el pasillo y luego volvió a su despacho.  Clara estaba esperándome sentada. Tuve que ocultar, con mucho esfuerzo, la mueca reprobatoria que me producía su nueva apariencia:  parecía una escoba electrocutada luego de una  fuerte sobredosis de smog. Su maraña rubia había mutado al negro azabache. Seguramente no estaba satisfecha con el resultado, porque había decorado el matorral con unas torzadas prolijamente amordazadas con unos ganchitos nacarados. La vestimenta tampoco cooperaba; tenía un pantalón negro Oxford y sobre los hombros le colgaba un chal, del mismo tono, que llegaba a cubrirle el largo de sus brazos. Era La Condesa Clácula: las paletas asesinas que se le incrustaban en el labio inferior y el cuero cabelludo que se le asomaba por los recovecos descubiertos, tenían la misma tonalidad que la de un papel secante virgen; por eso, no me hubiese extrañado que, en algún momento, se le escapara un chillidito agudo, o que súbitamente extendiera horizontalmente las puntas del chal para fugarse por el ventanal. De todas maneras parecía estar contenta. Clara me sonreía. Después de diez minutos de sesión abordó el tema: 
 - Contame, ¿cómo fueron las prácticas?
Por el ventanal podía ver como de la autopista 25 de Mayo se asomaba una neblina inspiradora; hubiese deseado que unas manos brumosas se filtraran por las rendijas para secuestrarla del sillón. 
 - No las hice.
Clara me miraba fijamente.
 -¿Por qué no?
 - Pasaron cosas que..
 - Tuviste desde el sábado hasta hoy, que es viernes.
Su tono severo me malhumoro. Tenía ganas de plantarme unos colmillos postizos de cotillón para despedazarle a mordiscones cada una de sus torzadas recauchutadas; y más cuando me dijo:
 -¿Te acordás cuando hablamos de tu deseo?, ¿realmente estás 
      queriendo avanzar? ¿O será que estás empezando a sentirte 
      cómoda con esta situación?         
    Y salté de mi asiento dando un respingo.
     - No me gusta tu tono. Te estaba contando lo que pasó. No 
   me estoy justificando, ni tampoco me estoy escondiendo.
     - Fernanda, en ningún momento dije que te estuvieses justificando o 
       escondiendo.
    La detesté. No podía evitar que sus palabras se fundieran en mi mente con
    la imagen sonriente de mi mamá sorbiendo un té de frutos rojos.
     -¿Sabes qué, Fer?, me parece que hoy no es un buen día para que    
       sigamos...
    Finalmente se me escapó:
     -¿Sabes qué? Tenés el pelo hecho mierda.
   Cada vez que me acuerdo de sus ojos lacrimosos llenos de decepción, me dan ganas de arrastrarme hasta el balcón y refregarme los desperdicios de Capitán en la cara.