sábado, 7 de julio de 2012



Volvió la luz. Pero cada vez que me acuerdo de cómo le incrusté el láser de metal en el medio de la frente al pobre hombre, me quiero morir.
Tenía la sensación de que el corte había sido premeditado porque, desde el balcón, podía comprobar como la avenida San Juan se alzaba, en todas sus direcciones, desafiantemente radiactiva. Incluso, en comparación con otros días, las calles parecían estar mucho más iluminadas que las avenidas del Time Square. Desde la ventana de mi cuarto también podía ver que, casualmente, el único departamento que estaba iluminado era el del portero. 
Después de dos horas de estar sin luz, por más que lo intentaba, no podía olvidarme del episodio que había visto, hacía dos noches, en el canal Infinito: unos especialistas en cuestiones paranormales visitaban, con unos aparatosos Kohinoors sujetos a sus espaldas, casas “embrujadas” con la intención de "aspirar" los supuestos espíritus malignos que las rondaban. A todo esto Capitán tampoco ayudaba. Me exasperaba sentirlo desplazarse, como una boa constrictora, entre mis piernas. Lo que yo necesitaba era un perro lazarillo que no me hiciera sobresaltar con el roce de su cola; si hubiese tenido un paquete de velas, se las hubiera clavado una por una dentro de su pequeño hocico hasta convertirlo en el reno Rodolfo. 
La situación me estaba superando, y preferí acostarme.  Me daba miedo hasta mi propia habitación. No podía dejar de imaginar que, después de muerta, iba a volver a este mundo con el cuerpo de un reproductor DVD, porque aunque no hubiese electricidad intuía que los artefactos tenían vida, y que además, tenían un lenguaje basado en crujidos. 
Estaba desbordada. Quise llamar a Maxi para suplicarle que viniera a rescatarme, pero mi celular se apagó en el primer intento. Y me cansé. Salté de la cama con la idea de desbaratar el plan maléfico de Florindo: yo sabía que estaba en alguna parte del edificio complotando contra los  tapones de la caja de luz. Quería un arreglo inmediato. Me abastecí con lo único que tenía a mano, y salí decidida al ataque apuntando el láser metálico que Martín había colgado en sus llaves, hacia ya bastantes años. 
El edificio además de encontrarse muy oscuro estaba demasiado revuelto: se escuchaban gritos, chirridos de sillas y hasta me pareció oír, dos pisos más abajo, que alguien batía enérgicamente un cubilete. Estaba subiendo sigilosamente la escalera para llegar al departamento de Florindo, cuando escuché que alguien estaba subiendo a mi piso. Se me erizó el alma oír unos pies arrastrándose sobre el descanso de la escalera. Y me detuve. No se sintió nada más. Pero unos segundos después percibí una respiración agitada y entrecortada. El sonido iba en aumento. Me temblaba hasta el lóbulo de la oreja. Alguien, que tampoco veía nada, se estaba acercando. Sentía rozar sus ropas contra la pared. Entonces, nerviosa, apunté el láser contra la oscuridad, y tuve la muy mala suerte de embocar la luz roja en la córnea del ojo del “Sin Cara” del "B"; en consecuencia, "El Sin Cara", pegó un grito espantoso. Como yo estaba aturdida y asustada, acompañé su grito con mi grito. Pero lo peor fue que, liberando la angustia contenida que tenía, le lancé el láser de metal en el medio de la frente. Me pareció que acerté porque, inmediatamente pegó un alarido más fuerte que el anterior. Lo dejé solo en la oscuridad. 

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