lunes, 16 de julio de 2012


Estoy sulfatada de los pies hasta la cabeza. No quiero atender a nadie más. Desde hace una semana  tengo la sensación de que cada vez que alguien me visita o me llama, solamente es para regarme con un mar de problemas. Hoy no fue la excepción. Por la tarde bajé a hacer el ejercicio, y cuando llegué a cronometrar quince minutos, comencé a sentir la imperiosa necesidad de estar refugiada en mi casa. Y me volví. Estaba completamente agitada, extenuada y malhumorada. Todo empeoró cuando me encontré nuevamente con  los Rastis gigantes que tengo apilados en mi recibidor con la forma de un Arco del Triunfo Romano; sinceramente tenía ganas de llamar al delivery de la Corporación Acme, encargar un atado de explosivos y dinamitar hasta la última torre; más cuando descubrí que de una de las cajas se asomaba la contratapa de un libro con la cara fantasmal de Claudio María Domínguez. Mientras Capitán me arañaba las piernas salvajemente, y me ensordecía con sus inoportunos ladridos de felicidad, sonó el timbre. Era Olga. Al mismo tiempo que me esguinzaba el dedo índice activando el portero, y le repetía  por décimo cuarta vez que abriera, alguien me tocaba la puerta. Era Florindo. Sonriendo malévolamente me exigió el pago de una multa de $55. Ignoré el ademán que hizo para entrar en mi casa, usé mi brazo como barrera de peaje y lo atendí afuera. No tenía intenciones de dejarlo pasar; antes prefería invitar al Petiso Orejudo a tomar el té. Del lado del pasillo me explicó que, desde hacía tres meses, las reglas de convivencia habían sido modificadas por el administrador: para no molestar a ningún vecino quedaban prohibidas las mudanzas los fines de semana. Me sentía nuevamente estafada; por eso le pedí que le transmitiera encarecidamente a Ricardo, el administrador del consorcio, y a los vecinos "botones" que, como no estaba enterada de la nueva modalidad ridícula, no pensaba donar ni un patacón. Y se exasperó. A los gritos se justificó diciendo que las multas no eran limosnas, y que aseguraban un correcto comportamiento colectivo. Cuando Olga salió con las bolsas de compras del ascensor, la oruga Florindo se convirtió en una celestial mariposa. Estaba tan nervioso por verla que para dar una mejor apariencia, estimulaba el brillo de su pelada con el puño de su mameluco. También tenía la boca tan abierta que hasta pude contabilizarle sus múltiples tratamientos de conducto. Por otra parte, Olga, caminaba igual de atolondrada que un pato atravesando un camino de piedras. Ni siquiera podía sostenerle la mirada a Florindo. Después de que los dos se pavonearon unos minutos en silencio, me despedí. Florindo estaba tan distraído que ni siquiera escuchó cuando le sugerí que se metiera la multa en el culo. Sin despedirnos empujé a Olga dentro, y le cerré al portero la puerta en la cara. 
Hace un rato me llamó Martín para invitarme a comer afuera. Usé la mudanza de Maxi como excusa para rechazar la oferta. Después de hacerme un berriche telefónico, que duro más de media hora, arreglamos para que venga el miércoles a la noche. 
  

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