martes, 31 de julio de 2012

Laura no llegó con los profiteroles, pero trajo medio kilo de bizcochitos chorreados con grasa, media docena de alfajores de maicena explotados de dulce de leche, y una cara del trencito del terror que espantaba. 
La última vez que estuvimos los tres juntos, había sido para festejar el día del amigo, aquella vez que Maxi y yo nos peleamos porque lo encontré arrastrándose, como un pez limpia fondo, cerca del cableado de la computadora. Esa noche, a diferencia de otras, Laura no cumplió con su típica función de mediadora. Al contrario, nos miraba con unos ojos desgastados y ojerosos, y nos explicaba lo mal que les estaban sentando las vacaciones de invierno a  Franco y a ella. Luqui se despertaba hecho un torbellino a las 8:00 am y se acostaba igual de enérgico a las 2:00.
 Hoy, mientras preparaba el mate, nos reveló una noticia espantosa. A la mañana, cuando había dejado a Luqui en el colegio, el director de la institución y la psicopedagoga de turno, la secuestraron para acorralarla en un despacho. Le agitaron en la nariz un cuaderno forrado de un rojo confidencial, y le explicaron cual era su contenido: eran alrededor de ciento veinte quejas que los padres habían registrado desde marzo de este año hasta los primeros días de julio, y también contenía las observaciones que las maestras habían acumulado en el mismo período. Y la amenazaron. La psicopedagoga fue descarnada. Sin hacer ningún tipo de introducción, le soltó en la cara que Luqui padecía un grave trastorno de hiperactividad con déficit de atención. El director no sólo se lavó las manos, sino que también se esculpió las diez uñas y se exfolió las callosidades. Le explicó que la situación del nene era ajena la institución, y que estaban cansados de los disturbios en las aulas, en los pasillos y en los patios. Tampoco iban a tolerar otro accidente. Y fueron terminantes: o el chico iniciaba un tratamiento pronto, o lo expulsaban del colegio.
Laura me sorprendió con su reflexión. Aunque ella como buena madre lo había defendido a capa y espada, hoy, se desarmó completamente y reconoció que su hijo no actuaba como un chico normal.
A las cuatro y media de la tarde, Maxi, cabisbajo y renegado, abandonó la reunión de los tres tristes mosquitos. Ayer a la noche, tirados en la cama, mientras alimentábamos a nuestros rollos con un cóctel de grasas saturadas, recibió la llamada de una importante cadena de cafeterías para concederle una entrevista laboral, y aunque atendió con una incontenida felicidad, cuando tomó prolijamente los datos y cortó, me di cuenta que no era precisamente la propuesta que esperaba. Hicimos lo que pudimos. Como dos madres preocupadas lo escoltamos hasta el ascensor. Después de que Laura le aterrizara el jopo natural y el cuello arrugado de la camisa, nos despedimos y bajó. En ese mismo momento, Sofía, salió al pasillo cumún con unos pequeños pasitos de algodón y se unió a nuestra manada. Nos desparramamos en el sillón para masticar las sobras de los bizcochitos, y Sofía, la cuarta mosquito, elegió azarosamente una película del montón. 

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