El
asado al horno no aplacó nuestras agonías. Al contrario, nos hizo recordar que,
en realidad, no había nada por qué festejar. Con los ojos acuosos, Laura, nos
contó que Franco se convirtió en el nuevo representante de ventas de repuestos
automotrices para la empresa que trabaja. A sus responsabilidades se le agregaron unos viajes semanales al
interior del país. Laura estaba triste. Ahora tiene que lidiar con el problema
del nene sola. Nos contó lo mucho que le dolía ver a su hijo inerte y sedado: el martes pasado comenzó
un tratamiento con un homeópata que le recomendó la psicopedagoga del colegio,
pero desconfía. Sospecha que las gotitas que toma tres veces al día no
provienen de fuentes naturales. Lo bueno es que Luqui dejó de desarmar las
filas en el saludo de bienvenida, de tirarle de las colitas a las nenas, de
dispararle tizas en la cara a los chicos de la secundaria, y de escaparse del aula cuando la
maestra se daba vuelta para escribir en el pizarrón. Ahora se pasa el día sentado,
anotando alguna que otra oración en el cuaderno de clase, y de vez en cuando encestando, con un sorbete, algunas bolitas ensalivadas a las nucas de sus compañeritos. Por otra parte, Maxi tapó su
angustia con tres choripanes con chimichurri, dos morcillas, tres mollejas y
dos kilos de tira de asado. Comimos rápido porque tenía que acostarse
temprano; hoy comenzaba el entrenamiento
en la sede de Ituzaingó. Como no me podía dormir, me quedé charlando hasta la
madrugada con Nicolás, que andaba igual de desvelado. Me preguntó cómo estaba con Martín y preferí sincerarme; le contesté que estaba soltera y que me había peleado con él hacía tres semanas. Nicolás me contó que
estaba intentando mejorar la relación con Carola, su novia, y me pidió que lo
aconsejara (¡justo a mí!). También me confesó que se había copiado del método
de Clara y que, aparentemente, está obteniendo muy buenos resultados con el primer
ejercicio. Me contó unos chismes del foro, me agradeció y nos despedimos.
Lamentablemente no puedo decir lo mismo que él. Hoy, mi ejercicio fue un desastre. Quizás fue la mala energía de ayer a la noche, o la
tristeza de ver a mi amigo irse de casa deprimido... o tal vez, haber esperado por
un café que nunca llegué a probar. Me senté en la misma mesa que compartí con
Maxi, y esperé al mozo. Tardó quince minutos en verme, y cuando lo hizo le pedí
amablemente un cortado. Volví a esperar; mientras tanto cronometraba y tomaba
nota de cómo me sentía. Hasta que tuve la misma sensación de siempre: el ruido,
la calle, la gente, los calambres y la ferviente necesidad de volver. Dejé la
plata sujeta a un servilletero y volví lo más rápido que pude.
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