jueves, 9 de agosto de 2012


Estoy nerviosísima. Me como las manos, los codos, los brazos y el cuerpo entero. Lástima que la desubicada "preciosurita" de Maxi me impidió disfrutar a solas mi momento de gloria.
Ayer solamente habían pasado para saludarme y para dejarme en el pasillo los petates del local de ropa de Melany, mientras ellos salían a cenar por Boedo. Me quedé sola, porque Sofía también se había vuelto a su casa. 
Tengo la impresión que desde que Maxi comenzó el entrenamiento, nuestras charlas se volvieron terriblemente monótonas. Él me cuenta acerca de su trabajo, y yo le comento como estoy sobrellevando los ejercicios, y también lo que me cuenta Laura durante el día.  Por otra parte, el café se volvió un tema recurrente e insostenible;  cada vez que se produce un silencio entre nosotros, se incomoda y termina rellenándolo con los conocimientos que adquirió. Es como si en estos últimos tres días le hubiran reducido el cerebro a las proporciones de un grano de café. Me tiene asqueada con los precios, las calidades, las moliendas y las diferencias específicas entre los filtros. 
Hoy a la mañana me llevé un susto gigante y varias sorpresas: la primera fue encontrarme con los dos mensajes de texto que Juan me había enviado durante la madrugada. En el primer mensaje me invitaba a juntarnos mañana por la tarde, en el mismo bar; en el otro, admitía que todavía no podía creer que nos hubiésemos encontrado. Y me dijo que, casualmente estos días, anduvo recordándome en soledad, (¡un romántico!). 
La segunda sorpresita que descubrí fue que Maxi y la "preciosura" habían pasado la noche juntos. Aunque después de lo del secador de pelo, también, descubrí que se había apropiado de mi toalla personal para secar sus cancheros mechones rosas futuristas y sus perfectos músculos adictos al pilates.
La tercera sorpresa fue cuando me enteré que  no se llamaba ni Mariela ni Marianela. Se llama Melany, y le dicen "Mandy". Lo supe porque así la llamó Maxi, cuando le pidió que le acercara el sachet de leche entera de la heladera...
Salí de la cama, no para desayunar con la parejita feliz, sino porque quería recuperar el botín que me había robado: me desperté porque el repiqueteo de sus tacones contra el piso de cerámica de mi cuarto, y su irritante voz cantarina de Palermo Hollywood se habían infiltrado en mi espacio, para robarme el secador de pelo del placar. Casi me muero del infarto cuando vi su sombra. Estaba parada de espaldas, revolviendo descaradamente todos mis estantes. Encendió la luz y la reconocí. Tuve que sujetarme de los bordes de la cama para obligarme a contener los movimientos involuntarios que, mis manos rebeldes, querían completar. Si no la asfixié con la almohada fue porque mi celular hizo vibrar el colchón, y me distraje leyendo los mensajes de Juan. En ese intervalo, ella había desaparecido con mi secador. 
Estaba enfurecida. Completamente desquiciada. Me levanté y me asomé a la cocina para gritarle lo que se me ocurriera. Por un momento casi desisto; los encontré a los dos sentados, con las manos entrelazadas, llamándose con sobrenombres patéticos y dándose de comer pequeños bocaditos de tostada. La primera que me vio fue ella. Se asustó y se levantó de la silla para agregar una tasa a la mesa, mientras repetía nerviosamente una y otra vez: 
 -¡Ay! gordi, disculpame en serio. Te recontra desperté, sorry. 
Mientras enrollaba en un pequeño círculo el cable del secador, la fulminaba con la mirada. Maxi me miraba avergonzado, pero no me importó. Y se me escaparon las palabras malvadas:
 - Gordi, la próxima te rebano las manos, y no voy a sentir nada 
   de sorry.



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