sábado, 4 de agosto de 2012


Faltaba una hora antes de que Olga se asomara, y yo necesitaba armar un plan para confirmar mis sospechas. No quise perderme ningún movimiento, y la única solución que encontré fue mandar al soldado Máximo Cuevas a montar una brevísima guardia en el hall de entrada. No fue gratis. Tuve que intercambiar un favor: hacerle los dobladillos a su nuevo pantalón de trabajo. Como solemos engañarnos, firmamos el pacto con un apretón de manos. Bajó a relucir su mejor delantal de vieja chusma, y yo me quedé aguardando en la base, intentando enhebrar el hilo negro en la aguja microscópica. Cuando volvió lo confirmó: el ascensor que ambos ocupaban ancló en el décimocuarto piso, la terraza desierta. De repente me acordé de Susana, la mujer de Florindo. Seguramente debía estar en su departamento esperándolo  con el almuerzo frío. La situación, familiarmente conocida, me hizo sentir una repentina tristeza que tardó un tiempo en desaparecer. Como era de esperar, Olga, llegó media hora tarde. Dijo que no pudo pasar a buscar las bolsas, y se escudó en lo primero que se le ocurrió: tuvo que asistir al otorrinolaringólogo de urgencia, motivo por el cual se presionaba, equivocadamente, el hígado. No hablamos mucho. Cada vez que terminaba una frase dejaba escapar una risita embobada. Daba la sensación que no podía soportar los recuerdos recientes de vaya a saber qué imágenes chanchas. La torpeza también fue en aumento. En quince minutos logró desbordar el depósito del baño, decapitar al angelito mientras intentaba sacarle brillo, y también llegó a pisarle, tres veces, la cola a Capitán. Pero lo peor de todo fue verla frotar eróticamente la esponja de metal contra la sartén para despegar los restos de costillita de cerdo adheridos. Era una conejita sexy de entre casa. Estaba a punto de encadenarla al sillón conmigo, y obligarla a mantener una conversación sincera, cuando sonó el timbre. Dos minutos después estaba atendiendo a mi hermana y a Ariel. La visita fue breve; mi hermana tenía planeado seguir mostrándole a su novio la parte sureste de Capital, y yo por otra parte, llegaba tarde a la sesión. 
VilmaMiriam cerró la puerta asustada. Me presionó la panza tan fuerte que tuve miedo de que me hiciera canturrear como un Osito Cariñoso. Me confió que mi retraso le había hecho pensar que había abandonado la terapia para siempre. Esperé pacientemente a que acomodara la tetera sobre la bandeja, y me hizo seguirla con la azucarera. A medida que avanzábamos por el pasillo, el olor a insecticida se volvía cada vez más intenso. Me costó encontrarla, pero después de fijar la vista entre la humareda que provocaba el incienso, pude distinguirla: Clara llevaba un kimono floreado larguísimo. Solamente se le veían las garras de los dedos gordos del pie decorados con dos líneas horizontales, de color amarillas y moradas. El kimono parecía de un material finísimo, y la tela, caía excesivamente por las mangas, tanto, que llegaban a arrastrarse por el piso. El cinturón ancho y el diseño cruzado, hacían que todo se le apelmazara a la altura del pecho. De todas maneras había algo que no funcionaba: las dos trenzas gauchescas que le caían por ambos lados. VilmaMiriam llenó las tazas con una sustancia de color verde oliva radiactivo y se fue. Estuve a punto de escupirlo en su nueva fuente patinada de dorado, pero en ese momento Clara se levantó para abrir la ventana, y lo devolví sin mucho esfuerzo a la taza. De espaldas, me alentó: 
 - Es un kukicha puro.
Apoyé el té en la mesita redonda, y le conté lo bien que había resultado el ejercicio. También hice énfasis en el tiempo que había estado fuera. Pero a Clara no le interesó. En vez de eso, me pidió que le contara qué era lo que había hecho el día previo al ataque. Después continuó con la noche del sábado. Le expliqué que los primeros síntomas se despertaron en el único momento de calma de la noche; cuando observaba a mi familia interactuar desde el sillón. Recordaba no estar pensando en nada que tuviera que ver con la fiesta. O eso creía yo, hasta que me preguntó:
 - Entonces, ¿en qué pensabas?
Pude visualizarme recostada en mi sillón, mirando desde la distancia la vela de cumpleaños de Pablo, apoyada en una servilleta. Y sí me acorde de que sólo pensaba en una cosa: en mi abuela.

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