Rebeca hablaba en serio. No debería estar asombrada, al contrario, tendría que haber imaginado lo que se traía entre las garras. Lo que no pensé es que iba a tener
visitas tan pronto.
Ayer, la compañía de Juan me dejó fuera
de combate. Durante las dos horas que pasamos juntos no volvimos a tocar el tema de
mi agorafobia. De hecho no hubo tiempo para hablar de nada; solamente
intercambiamos dos o tres palabras cuando nos sentamos en el sillón para desentumecernos con la televisión; “cambia” y “deja acá” fueron las muletillas más usadas. Pareciera que entre nosotros hay un acuerdo silencioso. Los dos sabemos bien
que estamos colaborando en la misma causa; una causa gratuita y sin fines
de lucro. Llegada la hora de la cena, le sonó el celular, se cambió delante de mí, y
nos despedimos sin darnos ninguna explicación. No hacía falta, ya nos la habíamos dado.
Me quedé dormida en el sillón y me
desperté por el peso de Capitán en mis piernas. Me dio ternura descubrir que Maxi me había tapado hasta la
cabeza con su acolchado de la infancia; había vuelto tarde y se había
levantado temprano para disfrutar la luz del día. Lo encontré en la cocina; ya
había desayunado y estaba leyendo el diario. Fue solidario por conveniencia. Tostó el pan integral, calentó en el microondas una taza con café con
leche y durante todo el desayuno me habló de Mandy. Está preocupadísimo por el
próximo evento: el cumpleaños de ella. Demandó toda mi atención; me asustó cuando me hizo soltar el cuchillo untado con manteca con un golpe seco para apretarme las dos manos. Con los ojos llorosos me
pidió que lo asesorara con el regalo de cumpleaños. Sin despegar los ojos de las baldosas repitió que
“estaba desesperado” y concluyó el pedido con un “no quiero decepcionarla”.
Una mirada rápida y superficial
encallarían a Mandy en lo común. Así fue la mía al principio; me da un poco de
culpa haber pensado que su cerebro podría compararse con el de una ameba, pero
las pocas veces que la vi noté ciertos detalles estereotipados: los mechones
rosas que habían quemado su pelo rubio natural, las minifaldas con telas
estampadas o las plataformas altas decoradas con un strass relampagueante. Estaba errada. De ahora en adelante
me prometí darle un buen trato. Lo que sí de ninguna manera voy a poder soportar es su adictiva tendencia al spanglish; esa manera natural con la que alterna libremente las palabras en
castellano con un inglés pomposo, puramente decorativo. Mandy no es ninguna tonta. Maxi me explicó que tiene su propio local de ropa en Barrio Norte, que aparentemente le va muy bien y que con el dinero que gana ayuda a sus padres y a sus
hermanos. La descripción positiva sobre ella hizo que retirara todas las conclusiones
negativas y desacertadas. Tiene mi total apoyo: es una
mujer que disfruta de sus logros y sus resultados, que sabe disfrutar el dinero y la
independencia que este le confiere. Me parece que precisamente eso es lo que le provoca pánico a Maxi. Por ahora llegamos a
pocas conclusiones para su regalo: ropa no.
El timbre sonó una vez. Maxi atendió
malhumorado; tapó el auricular con la mano y me susurró que en la entrada había
un médico. Subió y lo recibí amablemente. Era un púber. Tenía puesto un
guardapolvo blanco; que, más que un médico, lo hacían parecer un gnomo fugado de una escuela
pública. Me dio la impresión de que su barba debía haber sido un tema central
en su adolescencia y en su madurez; en la pera y en las comisuras de la boca se le
asomaban tres pelos desérticos y ennegrecidos como clavos pinchosos. Fue una visita breve; creo que se apuró porque se sintió avergonzado cuando del portafolio azul extrajo los papeles
reglamentarios junto con un cómic de los X-men. Me hizo las preguntas de rutina;
charlamos sobre mi trastorno de ansiedad, y me dio una tarjeta con un número de teléfono para que
concertara un turno con el psiquiatra. Nos despedimos, pero volvió a subir porque
se había olvidado la campera.
Retrasé la llamada al centro médico lo más que pude. Mi orgullo me forzaba a rebelarme ante Rebeca, pero desistí rápidamente. Tenía que actuar con cautela. Realmente desconozco hasta dónde estará dispuesta a llegar para perjudicarme; de hecho no me
extrañaría que la víbora cascabel ya estuviera enterada de que recibí al gnomo inexperto, y de que finalmente llamé al psiquiatra para acordar un turno. Tengo que
ir el viernes a las 11:00 hs.
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