lunes, 17 de septiembre de 2012

El que podría haber sido el banquete más normal de los últimos cuatro meses viró inesperadamente. A pesar de los reproches y las culpas, todo terminó increíblemente bien. Al final Justo estaba enterado de que Maxi venía mintiéndole desde hacía tiempo. Mi mejor amigo quedó como un tarado y mi mamá desapareció en el baño hasta que Pablo y Mariana, algo incómodos, decidieron emprender la retirada.
Esta vez llegaron todos juntos. Mi hermano Pablo y su novia Mariana se disfrazaron de remís y recorrieron once barrios porteños de más, para evitar que mi mamá hiciese un esfuerzo innecesario. Unas horas antes me había dicho por teléfono que no podía viajar ni en taxi ni en ningún medio de transporte público, porque “tenía la pantorrilla izquierda dolorida”. Ganó. Bastó con que me esbozara la postal catastrófica que me deparaba de acá a diez años: hace tiempo me viene anunciando, de manera fatídica, que como su osteoporosis está avanzando a unos pasos agigantados, pronto voy a verme obligada a cuidarla y a desplazarla por la ciudad en una silla de ruedas cromada. Sacudí la cabeza como un perro después de revolcarse entre el yodo de las olas y me deshice de la imagen patética que se desplegó de manera involuntaria en mi mente: yo hacía palanca e intentaba empujar inútilmente del manubrio de su silla, mientras ella, loca de celos, le propinaba una buenas patadas a los transeúntes que caminaban por sus costados, provocando una avalancha zigzagueante en forma de dominó. Mi mamá se lavó las manos y no llamó a Pablo; me encomendó avisarle a mi hermano su impedimento. Me cosí la boca y contuve las ganas de aconsejarle que pidiera otro turno con su endocrinólogo; me pareció que la osteoporosis estaba comenzando a hacerle metástasis en sus falanges perezosas. Al final fui una hija respetuosa, acepté. 
Cuatro horas después, los ojos hundidos de Pablo me asesinaron; lo entendí perfectamente: mi mamá nos había mentido y a él le había hecho el viaje imposible. 
En ningún momento la vi renguear o pedirnos a gritos que le encastráramos una pata de palo entre las carnes. Al contrario, ayer, igual que siempre, llevaba puestos unos zancos altísimos que ocultaban descaradamente la estatura de bonsái que hace años intenta esconder inútilmente. Caminó igual de enérgica que siempre, de hecho, me dio la sensación de que se burlaba de nosotros y se desplazaba por los cuatro ambientes campante, con la misma soltura que en un desfile de modas. Además, como siempre, se imantó a mi cuerpo esperando el momento preciso en el que se me escapara algún tipo de infracción para darse el gusto de hundir su uña postiza bordeaux en el error: me recalcó que al poner los vasos en la mesa había dejado mis huellas digitales en los bordes y me llevó hasta el baño para señalarme con un peine, que el espejo del botiquín estaba adornado con cuatro manchitas y media de pasta dental blanca. ¡Y menos mal que yo no cociné!, sino todo hubiese sido mucho peor. Justo me salvó de la responsabilidades del menú. Agradecido por el hospedaje me impidió que preparara el pollo al horno con papas y batatas que Maxi había comprado en una granja naturista de Boedo, y decidió invitarnos a todos con una parrillada acompañada con papas fritas, que encargó y pasó a retirar personalmente, luego de comprar en la panadería un kilo y medio de flautitas y un postre Balcarce tradicional, de vainilla y merengue con batatas en almíbar.
En el trasncurso de la cena Mariana, Pablo y yo, acaparamos la conversación completamente. Nos aburríamos espantosamente. Justo parecía apagado y solamente cotaba muy de vez en cuando. Su semblante había mutado a una extrañísima forma de W, que reflejaba un estado incierto; de reojo pude distinguir algo así como una mezcla de enojo y preocupación. Lo que más me llamó la atención fue el cambio de humor abrupto de mi mamá. Supongo que todo se debió a la charla íntima que mantuvo con Justo en el balcón. Fue como si alguien le hubiese renovado el cassette y hubiera limpiado a fondo su caparazón ennegrecido. De la mismísima nada, adoptó unas maneras protocolares agradables. Súbitamente había dejado de lado sus comentarios desubicados, en cambio, nos escuchaba a nosotros con atención. También noté que evitaba volver la mirada hacia la cabecera, donde se encontraba sentado el papá de Maxi y cuando podía soltaba alguna alabanza a favor de mi amigo hippie con olor a Riachuelo, que definitivamente nunca llegaban a encajar con el hilo conversacional que manteníamos.
La noche se desencadenaba en una armonía reconfortante hasta que Maxi llegó con Mandy. Justo, que tenía muchísimas ganas de conocerla, la recibió con los brazos abiertos y un palabrerío pomposo y gentil. Tanto de la boca de mi amigo como de la mía, la novia de Maxi había recibido unos cuantos comentarios positivos, así que Justo no se guardó nada. La frase más amorosa de la noche la soltó frente a todos nosotros, cuando el hombre reconoció que hoy en día era muy difícil hallar chicas con el talante de Mandy;  y no dudó en hacer una analogía que involucraba a una perla dentro de una mina de carbón. Frente a estos comentarios singulares Mandy y mi mamá compitieron para ver quién de las dos conseguía alcanzar más velozmente el tono rojizo de un tomate perita de cosecha. Las dos estaban que explotaban de la vergüenza. Lo de Mandy era entendible, pero lo de mi mamá resultó demasiado evidente: estaba anonadada con las palabras poéticas de Don Justo y por como lo miraba daba a entender que anhelaba fervientemente algún piropo similar de su parte.
La paz no duró demasiado. Sólo hasta que Maxi y Mandy se sentaron en la mesa con los restos de la comida fría, y  hasta que a mi mamá se le ocurrió la brillante idea de despertar la atención de Justo, a través de mi amigo:
 -¿Y querido?, ¿mucho trabajo en el bar?
El aire vibró. Sentí que las pupilas de Maxi me infectaban con unos rayos X, dejándome totalmente desitegrada en el asiento. Me había olvidado de advertirles a todos los presentes acerca de su absurda excusa del congreso de bibliotecarios. Y tenía mis motivos: ¿ella preguntando por alguien? Jamás se me hubiera ocurrido pensar que, del pozo ciego que mi mamá tiene por boca, pudiera haber emergido semejante preocupación.
Mandy y Maxi dejaron los cubiertos en el plato con una sincronización perfecta. Mariana y Pablo, que entendían poco y nada, recorrieron la mesa con los ojos vueltos como signos de interrogación. Con un chequeo fugaz vi como Justo reclinaba la cabeza hacia abajo y la dejaba caer derrotada sobre las manos entrelazadas, apoyadas sobre la mesa. También vi como mi mamá había canjeado su sonrisa curiosa y forzada, por una mueca desolada. No fue suficiente para ella, insistió:
 -¿Qué pasó?, ¿te fue mal?
Nadie dijo nada. Las poses se extendieron en el tiempo, y cuando presentí que mi mamá iba a arremeter con otra pregunta estúpida, tuve que salir al rescate:
 - Callate por favor, ninguno te soporta. Ni Justo. Dejá de actuar. Ya sabe
    que sos una víbora. Una víbora enana. 
Hablé con exasperación. Pero tenía la garganta obstruida con una cola de cenas desagradables, y no recordaba que ninguna hubiera resbalado hasta el fondo; pude revivirlas en un segundo y todas eran igualmente horribles. Maxi cortó el silencio con una voz firme y madura. Muy relajado invitó a su papá hablar a solas en la cocina. Se levantaron de la mesa arrastrando las sillas, haciéndolas chillar exageradamente. Era el ruido del ring. Ya se habían empezado a escuchar algunos gritos cuando mi mamá tartamudeó algunos monosílabos ininteligibles. Por más que lo intentó no llegó al baño, el lagrimeo se le despertó mucho antes.
Mandy, Mariana, Pablo y yo nos quedamos compartiendo un silencio mortuorio e indefinido. Hasta que finalmente la puerta de la cocina se abrió. Maxi tenía los ojos completamente desorbitados, pero de la felicidad.
Lo que pasó fue que Justo supo por boca de su hermana, Beatriz, que su sobrino estaba trabajando en un bar. Beatriz lo había visto de casualidad, en la segunda semana de las vacaciones de invierno, cuando había venido a Capital a visitar a sus nietos. La primera vez que  lo encontró no lo había reconocido, pero la segunda vez lo corroboró a través de un compañero suyo de trabajo. Ese día, la hermana de Justo, apareció muy tarde en el local y cuando intentó acercarse a él, Maxi había desaparecido en la cocina. Esa noche su turno había terminado.
La buena noticia es que Justo, enterado de toda esta farsa, también logró engañarnos a nosotros. No vino a comprar ninguna maquinaria como nos dijo. Vino a venderle la imprenta a un señor mayor de Devoto que tiene planeado volverse a su pueblo, e instalarse nuevamente con su familia en Pehuajó. Y la mejor parte de esta historia es que la plata que el papá de Maxi obtenga de la venta no es para él, es para su hijo.

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