El sábado tenemos visitas. Eso es lo que
me confirmó Maxi cuando me llevó a nuestro bar para endulzar nuestras penas con
dos porciones de torta de manzana y dos capuchinos, después del doble tour en
el 53: Justo, su papá, va a venir de Pehuajó a inspeccionar unas maquinarias que
la semana pasada encargó, por teléfono, a una fábrica de Devoto. Como son
pocos días, convencí al desalmado de Maxi para que no lo despachara en un hotel
como siempre suele hacer en sus visitas esporádicas. Se va a quedar con nosotros y en teoría, se iría a su
pueblo el lunes por la mañana. Pero hay un pequeño detalle que Maxi me escondió:
Justo no sabe que su hijo está trabajando de mozo; cuando mi amigo se quedó
sin trabajo, su papá intentó convencerlo para que volviera a Pehuajó para trabajar
en la imprenta familiar, pero Maxi se negó, diciéndole que había conseguido un
puesto como administrativo en una biblioteca pública. A su progenitor la novedad lo
puso tan contento que volvió a enviarle, a modo de felicitación, algún
que otro dinero para que se lo gastara a su antojo. No hay otra palabra para
describir la farsa que montó Maxi: es un fraude; pero es un fraude entendible. Si
Justo se enterara de que su empleo es falso, se lo llevaría a rastras; al
menos eso es lo que pasó hace unos años cuando descubrió que su hijo había
dejado la facultad de cine que él estaba pagando con sudores y lágrimas, y que sólo invertía su tiempo trabajando de lunes a domingo caramelizando
pochoclos en una importante cadena de cines. Hoy va a rogarle a su gerente que le
cambie los horarios nocturnos que le tocaron para este sábado y domingo, y si la
estrategia no funciona, tiene decidido hacerse pasar por enfermo.
A las cuatro nos despedimos en la en la
esquina, y volví sola al edificio. Como si algún titiritero estuviese moviendo
nuestros cuerpos con una tanza, para fastidiarme, en el hall del edificio me
encontré con las dos personas que encabezan mi lista personal de los seres más
detestables del planeta tierra: uno de ellos era Florindo agachado con los pantalones
bajos, mostrándome el inicio de la raya de su cola, oscurecida y peluda, mientras aspiraba
con un aparato antiquísimo y ensordecedor, las pelusas descomunales y
acolchonadas que estaban comenzando a cubrir el recibidor como un castillito
inflable. Y el otro ser horrible y desgraciado, era Nacho que hacía que esperaba el ascensor, o mejor dicho, me estaba esperando a mí para que
subiéramos juntos en el ascensor estacionado en
la planta baja. De tanto esperar se había momificado, parecía estar ahí desde hacía bastante; se dormía parado y cuando se dio cuenta de
que era yo la que estaba atravesando la puerta de entrada, cabeceó, irguió su
cuerpo curvado y se descruzó los brazos. Tanto teatro fue inútil. Yo había visto el ascensor desde la distancia, alumbrándole la cara. Pensé
en subir por la escalera, pero me pareció injusto. No iba a ser semejante
sacrificio para evitarlo. Me decidí a afrontar maduramente este cambio
repentino en nuestra relación. Nos saludamos pacíficamente como dos buenos
vecinos; abrió la puerta de madera y descorrió la plegable. Fue caballerísimo;
con un gesto de su mano me invitó a pasar primera. Cerró las dos puertas, marcó el noveno piso y con una distancia abismal, nos apoyamos en las paredes de
acero mirando hacia el frente. Durante el ascenso no lo espíe, no sentía
curiosidad, al contrario, me sentía indiferente. Me dejé embobar por las
paredes húmedas y los pisos que despedíamos a medida que nos elevábamos. En
cambio, sentí que los ojos de Nacho intentaban salirse de sus cuencas para
mirarme de reojo. Y fue así, porque al llegar a nuestro piso, cuando quise
descorrer la reja plegable, Nacho detuvo el trayecto de mi mano en el aire. Lo
miré indignada. Él me miró con tristeza, y de pronto se acercó. Vi como su labio
superior se superponía con el inferior, aplastados y desnutridos, uno encima
del otro. Lo sentí vulgar; estaba
intentando besarme y veía sus movimientos en cámara lenta. Descorrí la boca a
tiempo y salí. Él se quedó parado dentro del cubículo iluminado cenitalmente
por la luz dicroica, con los brazos muertos sobre sus caderas. Sin lugar a dudas
era la imagen de la desolación. Pareció una despedida programada; las líneas
salieron naturalmente, como si un libretista las hubiera repetido en mi oído a
través de una cucaracha invisible. Pero la verdad es que nunca en mi vida fui tan
espontánea y precisa:
- No tendremos
París, pero siempre tendremos una terraza. Nos vemos,
“Sin Cara”.
Me di media
vuelta, superada o intentando serlo, y cerré la puerta sin mirar atrás.
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