viernes, 20 de julio de 2012


Me escapé de mi mamá y de Olga por una hora, y me fui a la terapia con Clara. 
Maxi había planeado una huida desde la mañana, al barcito de la esquina de la Plaza Martín Fierro. Pero las visitas llegaron antes de que terminara de afeitarse. Con el paso de los años el ojo crítico y la lengua enroscada de mi mamá se volvió más insoportable, y menos soportable para todos los que tenemos el gusto de rodearla. Hoy como siempre, había sido asquerosamente evidente. Cuando le miró los jeans rotos y la camisa arrugada a Maxi, pudimos ver su intestino comprimido reflejársele en la cara. Sé que en el fondo lo detesta tanto como a Capitán: para ella, Maxi también es un “hippie roñoso con olor a Riachuelo”. Por primera vez en mucho tiempo, estaba contenta por poder salir del departamento. Ni siquiera me importó el acting de Florindo: lo encontré subido a un banquito, apoyado contra la pared. Estaba preparado para montar una pose de trabajo; porque apenas me vio apuntó la virulana chorreada con Odex, que sostenía en la mano, sobre la placa de bronce del noveno piso. Lo saludé y bajé. 
VilmaMiriam me recibió con una gran sonrisa y un cortado humeante. Esperé en el despacho hasta que Clara terminara de organizar sus cosas. Desde el living llegaba el ruido de un chapoteo insufrible. Hasta que me llamó: la Pastora Clara me esperaba sentada con la espalda exageradamente recta pegada al respaldo del sillón. Sobre los brazos extendidos de forma ancestral, caía su pelo de permanente teñido de color negro azabache. Cuando se levantó para correr las cortinas pude verla de cuerpo entero: llevaba unos pantalones de pana color beige y una blusa blanca bordada con unos girasoles grises. Lo más espeluznante de todo fue cuando me di cuenta que estaba descalza. Para evitar mirarle las uñas crecidas pintarrajeadas de verde y naranja, desvié la vista empecinada en descubrir el origen del sonido molesto. Y venía de una pequeña fuente patinada de color ocre que se apoyaba sobre la mesita redonda que Clara tenía a su izquierda. No sabía que era peor, porque de la fuente sobresalía un angelito exhibicionista que vomitaba agua burbujeante sobre un cuenco que sostenía entre sus manos. Clara debía estar mirándome porque me preguntó:
 -¿No es divina?
Le contesté con una mentira piadosa:
 - Es hermosa.
Y me costó caro:
 - Llévatela. Las hago yo, tengo cincuenta más.
Mientras le contaba acerca de la mudanza de Maxi, y mi último encuentro con Martín, Clara pescaba las gemas amarillas que flotaban en el interior de la fuente. 
Hablamos detenidamente sobre los ejercicios de estas dos últimas semanas. Cinco minutos antes de terminar, decidió que ya era tiempo de redoblar la apuesta. Me explicó que vamos a seguir trabajando con los espacios abiertos; y que también es necesario que de a poco me vaya desacostumbrando a “mi espacio seguro”. Ahora la verdadera misión va a consistir en poder trasladarme a la vereda de enfrente o hacia una esquina, intentando hacer exactamente lo mismo que las últimas semanas.
Antes de irme desconectó el cable que hacía funcionar el motorcito de agua. Cuando el ruido se detuvo, me quise morir. Me la estaba regalando de verdad.   
Cargué hasta el noveno piso un malhumor que pesaba más que los quince kilos de yeso que llevaban mis brazos. Estaba toda empapada, porque el ángel endemoniado me había salpicado toda la ropa con los restos de agua que seguía escupiendo por la boca. Cuando completé los cinco pisos, encontré al subnormal de Florindo husmeando los movimientos de mi departamento mientras barría el sector de los “Locos Vargas” del “A”. No me quería meter en sus travesuras románticas, pero me pareció mucho más sano exteriorizar lo que sentía con palabras, que revolearle un pedazo de yeso y abrirle la pelada:
 - Acá cosas raras no. Esperala en el hall.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario