jueves, 26 de julio de 2012


Volví y encontré a Sofía merendando en mi cocina. Hoy, el que estaba de guardia en el Centro Islamita era el mismo policía flaquito chupa-mate de ayer que, a diferencia del policía rechoncho y pela-mandarinas del martes, me dejó pararme tranquila frente a la puerta del edificio sin importarle mi supuesto look de musulmana. Estaba tan satisfecha con el tiempo que había durado abajo, que subí los nueve pisos con la misma energía que tenía Forrest cruzando Alabama. Pero tengo que confesar que la fotografía que encontré cuando llegué a mi departamento me arruinó un poquito el humor. Maxi y Sofía estaban sumergidos en una atmósfera de secreteo imbancable. Preferí dejarlos solos tomando la chocolatada con facturas y me fui a bañar. Media hora después, la casa estaba en completo silencio. Maxi había salido sin avisar, y Sofía me esperaba en el living. La encontré revisándome la colección de DVDs. Nos sentamos en las reposeras del balcón, y me dijo algo que me horrorizó:
 -En mi casa no me dejan ver películas.  
Me contó que la familia es extremadamente religiosa. Que tanto la madre como el padre son catequistas misioneros que, además de enseñar en colegios públicos y privados, los fines de semana se dedican a viajar por el país para "mantener la palabra de Dios viva y vigente''; y que en realidad son los abuelos los que se ocupan de ella. Para remontar la conversación le conté que el sábado íbamos a tener una reunión, y le dije que le preguntara a sus abuelos si podía venir, pero se negó: no la dejan salir sin supervisión. Lo más triste fue cuando me confío que sus papás jamás le festejaron un cumpleaños; y que solamente celebraban los días religiosos. Como quise darle una pizca de gracia al tema, se me ocurrió comentarle que cuando era chica a mi mamá le encantaba organizar las fiestitas más depresivas del mundo: que para mi onceavo cumpleaños había contratado a una imitadora de la Flaca Escopeta que tenía veinte kilos de más y se desplazaba sobre el escenario con la ayuda de un andador; que para mi doceavo cumpleaños se me había ocurrido pedirles que alquiláramos una pista de patinaje de moda, pero cuatro días antes del festejo, mi mamá, tuvo la brillante idea de hacer una llamada al Gobierno de la Ciudad para chequear el estado del salón, y tras una inspección terminaron clausurando el local por peligroso; no contaba con los suficientes barrales para sujetarse en la pista. Y que a los trece años mientras los padres de mis compañeritos les organizaban a sus hijos los primeros bailes mixtos, con botellita incluida, mi mamá quería copiar la fiestas de disfraces educativas con las que mi tía Verónica torturaba a mis primos; a esa edad tenía la suficiente lucidez como para darme cuenta que antes de disfrazarme de satélite o de invertebrada, lo mejor que podía hacer era perderme en los cines de Lavalle.
Pero lo arruiné todo. En vez de reírse conmigo, se largó a llorar sobre mi hombro. Y tenía razón. Por lo menos tenía el recuerdo de haberlos festejado. Para ponerla contenta la invité a venir a ver películas conmigo. Y se fue antes de que los abuelos se despertaran de la siesta. 

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