Mi edificio tiene catorce pisos y cada
uno de ellos cuenta con tres departamentos. El piso catorce corresponde a la
terraza. La dejé de visitar incluso antes de que mi abuela falleciera; es una
terraza tétrica y fantasmagórica. La puerta de entrada es de un aluminio
vencido y peligroso que sigo odiando hasta el día de hoy; cada vez que subía y
la rozaba perdía un pedacito de piel. Las ventanas tienen unos vidrios
esmerilados de color caramelo, y todas están rajadas de arriba hasta abajo.
Hay una bacha de un metro por un metro de acero inoxidable que podría usarse habitualmente
sino estuviera tapada desde hace décadas con los pelos blanquecinos y crespos
del pekinés marchito de la “Vieja Normis” del 3 “C”. Hasta hace algunos años mi
abuela era una de las pocas vecinas que usaba el tender colectivo. En realidad,
lo hacía por exquisita y coqueta. No le importaba cargar el canasto de ropa
hasta el último piso, y siempre justificaba el esfuerzo diciendo que, en el
balcón, la ropa se impregnaba con la fragancia penetrante de las macetas de
romero y albahaca de los naturistas del octavo. Miles de veces, a la hora de
vestir sus polleras y sus remeras floreadas, la escuché gritarles a los del
octavo que se sentía adobada como un pizza a la piedra. Pero un día no subió
más; alguien se había apropiado del tender. Cuando me mudé con mi abuela,
sospeché que el ladrón era Florindo.
Evidencias no me faltaban. En repetidas oportunidades, al pasar, lo había
escuchado quejarse por la suciedades que dejaban el resto de los inquilinos. Y
robar el tender me parecía una buena extrategia para evitar que nadie más
subiera. Pero no...
El Sin Cara del “B”, irrumpió nuestro
domingo con unos desesperados golpes en la puerta. Como Maxi estaba planchado
el pantalón negro de trabajo sobre la mesada de la cocina, y estaba mucho más
cerca de la puerta atendió él. Yo estaba en la computadora. No dejé mi trabajo
hasta que escuché su voz. Me asomé hasta el recibidor arrastrándome en la silla. Maxi, que estaba con unos boxers rayados, me tapaba la visión.
Tuve que acercarme para confirmarlo: lo vi apoyado contra la pared del pasillo,
frotándose la frente. Con las pocas líneas que cruzaron entendí que, nuestro
vecino, había dejado las llaves dentro de su departamento, y necesitaba el número
de un cerrajero. Maxi que, más de una vez, por borracho o por despistado se
había quedado afuera de su ex departamento le comentó que le iba a salir carísimo y se
ofreció a solucionarle el problema.
A veces odio la bondad espontánea de mi
amigo. Puede parecer poco solidario, pero si hubiese estado sola me hubiera
quedado espiándolo detrás de la mirilla engrasándome los dedos, una y otra vez,
con una bolsa de papas fritas aireadas.
Sin mi consentimiento lo hizo pasar al
living y me vi obligada a saludarlo. Maxi lo hizo sentar en el sillón. A todo esto, yo ya había
vuelto a concentrarme en mi tema. Después de escucharlo abrir y cerrar los
cajones de su habitación, volvió con una ganzúa, y un alambre a medio doblar.
Daba gracia. Protestaba porque le faltaba una pinza y me exigió a mí que se la
pidiera prestada a Florindo. Como yo me negué, dejó las cosas y se fue
refunfuñando hasta lo del portero. El silencio me incomodaba. Me arrepentí.
Creo que prefería mendigarle una herramienta al pez globo del portero que escucharlo
despegarse la cuerina de los jeans. Además, como lo tenía de espaldas a mí no
me podía deshacer de la idea de que se estaba sonriendo, con esos dientes
blancos y esculturales de propaganda de dentífrico. Me di vuelta para
comprobarlo y efectivamente fue así. Me dio tanta bronca que lo hice evidente:
-¿De qué te
reís nene?
- De los boxers
de tu novio.
Solté una risita tonta. Traté de taparme
la boca con la mano pero lo notó
enseguida:
- Así estás más
linda.
Nos levantamos sobresaltados cuando escuchamos los ruidos del pasillo; era Florindo
desatornillando la cerradura. Maxi, estaba parado junto a él dándole forma al
alambre con la pinza. Lo vimos transpirar durante quince minutos. Con una mano
mecía el alambre y con la otra la ganzúa. Estaba por darse por vencido cuando la puerta mágicamente se destrabó. El viento que corría por mi departamento hizo que se abriera de par en par. Ni el mismísimo Florindo lo notó. Lo reconocí
porque estaba abierto de costado; parpadeé bastante antes de afirmarlo: al
final del pasillo estaba el tender contra la pared. No lo reconocí a primera vista porque, debajo del mantel blanco, tenía apoyado algo macizo que lo
hacía confundir con una simple mesita. Creo que el “Sin Cara” vio mi cara de
asombro porque se empezó a reír.
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