sábado, 18 de agosto de 2012


Me forcé a dormir bien temprano. Resultó que en un estado incierto, mitad dormida-mitad despierta, el escenario común de mi sueño se había vuelto una pesadilla. Repentinamente dejé de vagar por los pasillos de un garaje, cuando el suelo se transformó abruptamente en una laguna de color gris tiza. Sobre la laguna se sobreimprimían las caras de Martín, Joaquín, Rebeca y de Juan. Juntos formaban un gran omelette giratorio. Un omelette podrido y mohoso. Abrían y cerraban la boca, pero no hablaban. Me veía a mí misma en tercera persona, tapándome la nariz y acercándome al borde de la laguna con paso firme. Y me caí. Me desperté sobresaltada y angustiada. Traté de conciliar el sueño nuevamente. Conté ovejas e intenté visualizarme tomando sol en una isla paradisíaca que había visto en la contratapa de una revista de chimentos que Maxi se había robado del bar, pero ninguna de estas técnicas funcionaron. Se me ocurrió descargarme unos sonidos terapéuticos. En el fondo debía estar completamente vencida, porque me volví a perder entre sueños a partir de la tercera repetición del graznido de una bandada de gaviotas. Tampoco lo escuché llegar a Maxi.
Me desperté pasadas las doce del mediodía con un soundtrack que se extendía por todos los cuartos y llegaba desde la cocina. Me parecía que los timbrazos aislados intentaban componer la música de “Tapa tapita”. Era un sonido impaciente y quejoso que se repetía en mi cabeza hacía rato. Toqué el portero y esperé cruzada de brazos en el pasillo. La recibí con una sonrisa, pero mi mamá no se detuvo. Me gritó y pasó directamente al cuarto de baño. Olga venía detrás suyo con unos pasitos picarones e inseguros, rebalsada de bolsas de supermercado. Parecía una ardilla remojada. Tenía los tirabuzones rojos achatados sobre el cráneo, que bien, podían ser producto de la humedad o de una mala praxis ejecutada por su peluquera de confianza. Siguió de largo hasta la cocina y se quedó inmóvil al lado de la heladera. Me pareció que debía tener miedo de que ventilara algo de lo que había visto la semana pasada, porque de vez en cuando se asomaba por el  marco de la puerta para espiarme. Quería susurrarle que no se preocupara; que no me interesaba comentarle a nadie la relación clandestina que mantiene con Florindo; más que nada tenía intenciones de asesorarla sutilmente: por lo que sé, su esposo, Victorio, es un viejo amargado y vividor, pero por otra parte Florindo tiene otras características peores... Pero el aullido de mi mamá me borró todo el discurso que había formulado. Corrí al living y los encontré. Estaba recostada en el sillón con los ojos tapados, y Maxi, que estaba agachado a su lado disculpándose, tapaba sus partes pudendas con un libro abierto. A la escena casi pornográfica se había sumado Mandy que, en un acto solidario, se había acercado hasta él para taparlo con el sobrante del acolchado de los Thundercats que la envolvía. Como mi mamá no quería volver de su estado de shock (igual vi que espiaba las partes bajas de Maxi por los agujeros que dejaban sus dedos), los obligué a vestirse y los eché a la habitación. Por otra parte, Olga, seguía refugiada en la cocina. Como su panza kilométrica afectaba mis movimientos en el espacio, e impedía que le preparara un té relajante a mi mamá,  tuve que obligarla a los gritos a que sacara a Capitán a pasear. Me dejaron desquiciada. Esperamos a que volviera, y nos despedimos. Mi mamá, Olga y Mandy compartieron el ascensor, y yo bajé  los cinco pisos a pie.
Por suerte me atendió Clara. Tenía pavor de que me recibiera VilmaMiriam, porque seguro me iba a preguntar como me había salido el mejunje de porquerías que me había recetado para mi falsa gripe. Nos sentamos en nuestro espacio habitual, e inmediatamente la puse al tanto de las novedades de las últimas dos semanas: los resultados del ejercicio y el encuentro (y desencuentro) con Juan. Pasé por todos los estados emocionales. Lloré. Me reí de mí misma. Volví a llorar. Volví a reír. Suspiré. Estrujé con furia un almohadón y perdí parte del relleno. Volqué tres veces el kukicha que me había convidado. Pero la escuché y me calmé. Al final, como Clara estaba satisfecha con los resultados, me propuso avanzar un escalón más.  

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