viernes, 17 de agosto de 2012


Podían haber pasado dos cosas: que me tomara la mano y lo lamentara junto a mí, o que se vistiera y saliera huyendo lejos de mí. Pero las dos profecías se entremezclaron patéticamente. Me tomó la mano, y después huyó. 
Mi inesperada confesión rompió la escena romántica, y también desvalorizó el plato gourmet que había preparado. Estábamos recostados en la cama. Él tenía la espalda contra el respaldo de madera. Yo usaba su pecho descubierto de almohada. Realmente no pensaba en nada. El cielo, que se dejaba espiar por la ventana de mi cuarto, me había hipnotizado con un show de relámpagos de colores, y Juan, que viajaba de canal en canal, se había atontado con los destellos que producía el televisor. Dejó el control sobre la mesa de luz, se levantó de la cama y robó, del sillón de mimbre, mi bata de baño rosa. Lo perdí de vista cuando se agachó para recolectar las pantuflas de Kitty que estaban bajo la cama. Me dijo que estaba famélico.  Quería preparar algo para comer. Me ofrecí a ayudarlo, pero se rió. Me sacudió el pelo, dejando por sentado que intentaba mimarme. Tardó media hora. Lo escuchaba revolver cacharros, y lavar utensilios. Esa pausa me bastó para volver a un recuerdo que tenía sepultado hacía tiempo. Eran una serie de imágenes sueltas que se entrometieron en mis pensamientos sin permiso, que sólo cobraron un significado real cuando puse a prueba mi sentido común. La imagen final que, a diferencia del resto había tardado un poco más en salir de su escondite secreto, me hizo comprender que tenía buenas razones para olvidarme de aquel día. Retrocedí en el tiempo y en el espacio; volví nuevamente a las vacaciones: tenía los dedos hundidos en una arena pura y brillante. Mi hermana y mi mamá, estaban recostadas en unas reposeras blancas. Charlaban animadamente. Mi papá estaba aislado del resto de la familia; en realidad, estaba más cerca de la carpa de otra familia que de la nuestra. Tenía el diario extendido sobre las rodillas. Los anteojos de aviador le tapaban los ojos, pero su cabeza estaba direccionada hacia una mujer que tenía la cola del color de un carbón; brillaba excesivamente gracias a la magia del aceite de bebé. Yo miraba hacia la orilla, arrugaba los ojos y tapaba el sol con una de mis manos. A muchos metros de distancia, Pablo y Juan jugaban al fútbol. Caminé hacia ellos. Me detuve en varias oportunidades antes de llegar a su canchita improvisada... El resto no lo recordé hasta que Juan volvió de la cocina. Trajo cuatro sándwiches y dos vasos con gaseosa. Había rebanado dos tomates; también había cortado el queso fresco en fetas prolijas. Se sentó en la cama, cruzó las piernas para sostener el plato más cómodamente y me ofreció un sándwich. En vez de comerlo me detuve a inspeccionarlo detalladamente. Me obsesioné con la mayonesa. La miraba como si estuviera compuesta del desenlace que me estaba faltando. Para mi sorpresa, sí lo tenía. Volví de un tirón: ...me había acercado algunos metros más. Protestaba porque quería jugar a la pelota. En verdad, quería estar lo más cerca posible de Juan. Recorrí las dos puntas para convencerlos por separado. Mi berrinche se había vuelto pesado. No hablaba pero sentía que mi voz era diez mil veces más aguda. Sus caras se impacientaban. Y mi hermano lo resolvió de la mejor manera. Me dio un pelotazo inesperado en el medio de la cara que me dejó seca. Tardé en llorar, porque no quería que me vieran. Los dos se reían de mí. Juan se revolcaba en la arena. Hasta que no pude con el dolor y la bronca, y me largué a llorar. El vendedor ambulante que vociferaba a los cuatro vientos que tenía los mejores choclos, calentitos y fresquitos, fue el único que se apiadó. Los espantó a los dos. Me alcanzó un choclo embadurnado en una salsa densa de color amarillo huevo y me llevó a la carpa con mi papá y mi mamá.
Apoyé el sándwich de vuelta en su plato. Lo miré fijamente. Los hoyuelos se le habían borrado repentinamente. Necesité comprobar su reacción antes de que fuera tarde. Traté de ser concisa y resuelta:
 - Tengo agorafobia. No puedo salir de mi casa. 
Se refregó la cabeza. Sus pelos, pinchudos como clavos, cambiaban de ángulo con cada movimiento. Me pareció que era un tic nervioso. Juan me hizo algunas preguntas. Traté de ser práctica y directa. Apoyó el plato en la mesita de luz. Se cruzó la bata con las dos manos. Me tomó de la mano y me la acarició en silencio. Su celular sonó antes de que alguno de los dos pudiera agregar algo más. Atendió en la habitación, y caminó hasta el cuarto de baño. Volvió con cuatro arrugas en la frente que delataban  un nuevo estado anímico. No quise hacer preguntas. Se puso el pantalón negro, se pudo la camisa blanca y se anudó la corbata fugazmente. Alisó el ambo negro que estaba desparramado en el piso.  Finalmente se volvió a sentar para decirme:
 - Bueno, es pasajero. Ya vas a poder.
Me dio un beso en la frente. Lo acompañé hasta la puerta, nos abrazamos y prometimos llamarnos.

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