martes, 4 de septiembre de 2012

No tengo ninguna noticia de Nacho desde el domingo a la madrugada. ¿Y si Maxi tiene razón? Pero no tiene sentido. Fue él, el que me invitó a salir y el que montó la puesta en escena con aquella iluminación teatral. Fue él, el que armó aquel banquete de película pochoclera y el que se acercó a mí, con su instrumento embrujado, para seducirme como a una rata extraviada del club del Flautista de Hamelín. Pero entonces, ¿por qué no me respondió las notitas que pasé por debajo de su puerta?
Pese a los roces de la semana pasada, Maxi y yo estábamos de buen humor. Habíamos acordamos, sabiamente, enterrar el recuerdo del robo del maniquí, para archivarlo en nuestro historial de estupideces. Hoy, aunque no llegué a manifestarlo (y él tampoco), realmente estaba encantada de que volviéramos a viajar juntos después de tanto tiempo. Inclusive no tenía miedo. Me daba seguridad saber que mi amigo estaba orgulloso de mi progreso.  
Como era de mañana, el colectivo 53 se detuvo menos atestado. Una pareja había dejado los asientos que ocupaban y nos pudimos sentar apenas nos subimos. Maxi intentaba leer un libro de ciencia ficción, y yo viajaba con la cabeza apoyada sobre su hombro, mirando a las personas caminar cabizbajas en las sombras del día nublado. Retenidos por el semáforo de Carlos Calvo y Maza, por la ventanilla, vi a un chico de baja estatura y barba apelmazada cruzar por la senda peatonal con un violonchelo envuelto en una funda negra colgando en sus hombros, y no pude evitar asociarlo a una guitarra gigante. Lo pensé al mismo tiempo que lo dije:
 -¿Hoy ya es martes?
Maxi no contestó hasta que le saqué el libro de las manos. Con pena me afirmó lo que en verdad ya sabía. Vi como las arrugas de la frente se le amontonaban, de mayor a menor, en una coreografía perfecta. Las conocía. Eran las arrugas de la lástima:
 -¿El vecino no te habló más?
Si nos hubiésemos sentado cuatro asientos más adelante habría estirado la mano, sin ningún esfuerzo, hasta alcanzar el matafuegos prehistórico que estaba acostado debajo de la máquina de las monedas, para abrirle el hueso frontal. La pregunta me pareció tan cruda que no la contesté.
En ese mismo momento el colectivo se detuvo, y algunas personas descendieron, al mismo tiempo que otras subieron. Maxi me había preguntado algo más, pero a causa del revuelo no alcancé a oírlo. Por eso, con un vozarrón de hincha de fútbol de la popular, se atrevió a repetir:
 -¿¡¿¡¿No concretaron, no?!?!?
Fue horrible. Grité un “NO” estruendoso, que rebotó de punta a punta. Las personas que desfilaban por el pasillo buscando algún hueco para apoyarse nos reprobaron con la mirada, y siguieron de largo. Se oyó una presentación. Había subido un señor que decía vender lapiceras “Parker” originales. Intentaba demostrarles a sus potenciales clientes que estaban hechas de un acero único y envidiable, haciéndolas golpear en los pasamanos.
Las conclusiones de Maxi activaron las compuertas de mi cerebro y dejaron pasar al bichito monstruoso de la duda, que se arrastró absorbiéndolo de a poco. Terminé seca. No entendí lo que quiso decir hasta que lo explicó con su manera cruda habitual. Los gritos del vendedor se oponían a los gritos de Maxi. Era una competencia. El hombre promocionaba las lapiceras a precio de costo como una oportunidad irrepetible, y también nos recordaba los colores originales que disponía: negras y azules, a la vez que Maxi me explicaba, con la garganta desgastada, que para él, el problema era que, Nacho, se había arrepentido de lo que había iniciado; las notitas que yo le había dejado y que él no había contestado eran pruebas concretas. No todo tenía que ver con mi problemita de agorafobia; alegaba gran parte de la culpa a los encontronazos que tuvimos desde que empezamos a hablar. Quizás me estaba evadiendo, porque se había dado cuenta con qué tipo de personalidad estaba tratando. Me hirió. Desplegó sus pensamientos al aire como si estuviera hecha de piedra.  Estaba afectada e indignada. Lo solté sin más:
 -¡¿Qué me estás queriendo decir?!
Maxi no pudo continuar. La interferencia avanzó. Había estado tan concentrada escuchándolo a él, que no había notado que el vendedor estaba estrellando la “Parker” original en el pasamanos que se extendía por encima de mi cabeza. El discurso propagandístico y el ruido metálico sonaba con eco dentro de mi oreja: ¡Parker!, ¡Parker!, ¡Parker!, ¡Parker de acero! El bochinche me transportó a mi infancia; más precisamente a la cocina de mi mamá. Me veía jugando a la batería con sus cucharones, sus ollas y tapas. No me aguanté más y lo expulsé:
 - ¡¡¡¡Dejá de perforarme el tímpano con tu “Parker” berreta!!!!
El silenció cesó de repente. El vendedor congeló los movimientos de su mano, y los pasajeros más morbosos, esos que se estampan contra la ventanilla cada vez que olfatean un accidente, se incorporaron en los asientos de golpe para captar los detalles del incidente. Maxi estaba paralizado, pero su susurró llegó claramente:
 - ...Este es un buen ejemplo.
El vendedor siguió repartiendo las lapiceras enmudecido. Tuve lástima de mí. Quería pedirle disculpas al señor, pero no fui capaz de moverme del asiento. Esperamos a que bajara primero y después lo hicimos nosotros, en Avenida Pedro Goyena y Doblas, y volvimos caminando en silencio.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario