lunes, 3 de septiembre de 2012


Fue agotador, pero me siento realizada. En primer lugar porque no estrellé la mochila de Luqui contra la ventanilla, no arranqué el botón negro para abrir las puertas automáticas, ni tampoco canturreé “chofer, chofer apure ese motor”. ¡En total hice treinta minutos de viaje en colectivo! Y la segunda buena noticia es que creo que encontré una cura esporádica para la hiperactividad del hijo de mi mejor amiga...
Sinceramente al principio pensé que no iba a poder subir. No por mí, sino por el servicio. Estuvimos casi una hora esperando que algún 53 llegara vacío. Fue pedirle peras al olmo. Dejamos pasar quince colectivos y cuatro siguieron de largo. Todos estaban repletos de pasajeros y no había manera de que cupiéramos entre la multitud que se apiñaba con las narices pegadas a los vidrios. La mayoría de los ocupantes eran chicos de primaria y secundaria que salían de la escuela. Revolucionados, aullaban, como si se acabaran de reencontrar de unas largas vacaciones de verano. El barullo era infernal, tanto, que los gritos y las risas tapaban sin esfuerzo el catarro automovilístico. Creo que si no hubiese sido por la persistencia de Laura, habría vuelto a casa. Estaba por rendirme, cuando un 53, colmado, se abalanzó hacia nosotras. Mi amiga, con su vista de cóndor, visualizó uno por detrás de aquel, a medio llenar, que se encimaba a la carrocería de su compañero de adelante intentando escabullirse. El chofer avanzaba lentamente con la puerta sellada, esquivándonos con la mirada. Laura soltó a Luqui, comprobó que el semáforo estuviese en rojo y se paró en el medio de la calle con las manos extendidas, obligándolo a frenar. Atrás nuestro teníamos acompañamiento. Otras nueve personas se unieron a la protesta. El chofer, con pelo de puercoespín,  abrió cuando nos amotinamos en la puerta y alzamos al nene. Subí primera, empujada por Laura. El hombre, abalanzado al volante, gruñía que avanzara hasta el fondo, para dejar pasar al resto de las personas, pero los pies no me respondieron. Aceleró bruscamente y  tropecé con el plástico agrietado y gris del piso. No me caí porque llegué a sostenerme del pasamano que atravesaba el lector de tarjetas amarillo. El puercoespín pensó que no iba a pagar por el viaje y de reojo pude ver como giraba el torso sobre la silla de resortes. Antes de que pudiera decirme algo, Laura estaba apoyando la tarjeta en la máquina pagando por los tres. Caminé los primeros pasos, como quien visita una casa por primera vez. Reconocí  la textura del suelo a través de las suelas de mis botas, reparé en los asientos agujereados, reconocí el olor a sudor, y el caos de fragancias, algo desgastadas, que destilaban los cuellos de los pasajeros. Todos los asientos estaban ocupados, y una docena de personas estaban esparcidas por el pasillo. Me acordé de Laura y de Luqui cuando fue demasiado tarde. La descubrí hostigando a un chico de rastas rubias que estaba sentado en la tercera fila. Tenía unos auriculares demenciales que le envolvían las orejas en unos paños esponjosos. Como no la escuchó, Laura, se agachó para vociferarle:
 - ¡A ver!, un asiento para la señora que está embarazada.
Me morí de vergüenza. El chico con pelo de fideos se levantó algo indeciso y torpe. La gente miraba el espectáculo con curiosidad. Especialmente a él, que se había comportado poco caballero; algunos pasajeros ladeaban las cabezas con indignación. Me quería morir. Laura mantenía a Luqui quieto por los hombros y le tapaba la boca para reprimir la risa que mi falso embarazo le había provocado. Me senté y me hundí en el asiento. La señora orejuda y encorvada que estaba sentada conmigo, del lado la ventanilla, no ayudó con su cuestionario: 
 - ¿De cuánto estás nena?
No lo programé. Sonreí tímidamente y le dije lo primero que se me ocurrió: de tres meses y medio. La misma cantidad de días que hacía que no pisaba un colectivo. La señora me entretuvo hablándome de su nieto recién nacido. Fueron cinco minutos, pero me parecieron una eternidad. Muy emocionada, nos contó que se llamaba Simón, y que era el cuarto nene de su hija mayor; eso dijo mientras me acariciaba el vientre con ternura. Se bajó dos paradas después y Laura se sentó del lado la ventanilla con Luqui en las rodillas.  Fue insoportable. Luqui abría la ventanilla. Laura la cerraba. Luqui se paraba. Laura lo sentaba. Luqui hacía burbujas con saliva, y Laura se las arrasaba pacientemente con una carilina. Añoré las caricias de la señora mimosa.  A mi izquierda se había liberado un asiento individual, que me seducía con su comodidad y silencio. Pero me quedé quieta; tenía miedo de que se despertara mi fobia dormida. Preferí concentrarme en el camino que se dejaba espiar por el parabrisas delantero del chofer, soportando los codazos y el pataleo acrobático de mi ahijado. El colectivo avanzaba obstinado por Carlos Calvo. Cinco cuadras. Diez. Nos atascamos algunos minutos. Otras dos y luego algunas más; perdí la cuenta cuando los gritos de Luqui y la voz paciente de mi amiga, resonaron chillonamente en mi cabeza. Se estaba haciendo pis. Bajamos antes de que Carlos Calvo se convirtiera en Pedro Goyena, y caminamos dos cuadras por Avenida La Plata, hasta toparnos con la Avenida San Juan. Arrastramos a Luqui por turnos y pudimos llegar a Boedo. No se hizo encima de milagro; En el bar Miño, una camarera amable la había dejado pasar sin consumir.
Los esperé deambulando por la calle. Y sin saber bien por qué,  repasé la vitrina de un kiosco-bazar. Lo sentí como una señal. Debajo de unas figuritas y una cartuchera de dos pisos, encontré un juego de ajedrez de plástico colorido, muy parecido al que me había regalado mi papá para mi séptimo cumpleaños. Seguí mi instinto. El kiosquero me rebajó el precio porque, si bien la imagen de la tapa se veía perfecta, tenía algunas letras borroneadas. Envolvió la caja en un papel azul con lunares blancos, y la guardó dentro de una bolsita blanca.
Los volví a encontrar en la esquina, y caminamos hasta casa. Laura fue mi cómplice. En el camino logramos persuadirlo con pocas palabras. La curiosidad se le despertó de lleno cuando  hablamos de una guerra y dos reyes, de caballos que saltaban casilleros y de un ejército de peones fiel. El hechizo se completó con dos palabras: jaque mate; el resto lo aprendió en dos horas con la ayuda del manual del juego, sentado en la reposera de mi balcón.



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